el que, entrando en una galera de Malta,
encontró encadenado en un banco de remero al intrépido Dragut. Se
repitió la escena sin sorpresa para ambos, como si el encuentro fuese
natural. Se estrecharon las manos.
--¡Cosas de la guerra!--dijo uno.
--¡Cosas de la fortuna!--contestó el otro.
Jaime amaba al comendador porque había representado en el seno de la
noble familia el desorden, la libertad, el desprecio de las
preocupaciones... ¡Lo que a él le importaban las diferencias de raza y
religión cuando sentía el deseo de una mujer!... Había vivido en la
madurez de su existencia retirado en Túnez, con sus buenos amigos los
ricos corsarios, que en fuerza de odiarle y perseguirle acabaron por ser
sus camaradas. Fue éste el período más obscuro de su existencia. Las
leyendas llegaban a suponer que había renegado, y para distraer su tedio
daba caza en el mar a las galeras de Malta. Algunos caballeros de la
Orden, enemigos suyos, juraban haberle visto durante un combate vestido
a la turca en el castillo de una embarcación enemiga.
Lo único cierto era que había vivido en Túnez en un palacio a orillas
del mar, con una mora de espléndida belleza, parienta de su amigo el
Bey. Dos cartas atestiguaban en el archivo esta dulce e incomprensible
esclavitud. Al morir la musulmana, don Príamo volvía a Malta, dando por
terminada su carrera. Los más importantes dignatarios de la Orden
quisieron favorecerle si cambiaba de conducta, hablando de nombrarle
Bailío de Negroponto o Gran Castellán de Amposta. Pero el empecatado don
Príamo no se corregía, y continuó siendo un libertino temible, de humor
fantástico y desigual para los otros caballeros. En cambio, el heroico
comendador era adorado por los «hermanos sirvientes», hombres de armas
de la Orden, simples soldados que sólo podían llevar sobre la coraza el
adorno de media cruz.
El desprecio a las intrigas y el odio de sus enemigos le hicieron
abandonar para siempre el archipiélago de la Orden, las islas de Malta y
Gozzo, cedidas por el Emperador a los frailes guerreros sin otro precio
que el tributo anual de un azor de los que se criaban en aquellas islas.
Viejo ya y cansado, retirábase a Mallorca, viviendo de los bienes de su
encomienda situados en Cataluña. La impiedad y los vicios del héroe
aterraban a la familia y escandalizaban a la isla. Tres moras jóvenes y
una judía de gran belleza le acompañaban como sirvientes en las
habitaciones de toda un ala del caserón de los Febrer, que era mucho más
grande en aquella época. Además conservaba varios esclavos, turcos unos,
tártaros otros, que temblaban al verle. Andaba en tratos con viejas
tenidas por brujas, consultaba a curanderos hebreos, se encerraba en su
dormitorio con toda esta gente sospechosa, y los vecinos temblaban
viendo a altas horas de la noche sus ventanas inflamadas por un fuego de
infierno. Algunos de sus esclavos languidecían, pálidos, como si les
chupasen la vida. La gente murmuraba que el comendador había empleado su
sangre para mágicos bebedizos. Don Príamo quería volver a la juventud:
ansiaba reanimar con fuego vital sus fuerzas pasionales. El Gran
Inquisidor de Mallorca hablaba de una visita con familiares y alguaciles
a las habitaciones del comendador; pero éste, que era primo suyo, le
anunció por carta su propósito de abrirle la cabeza con un mandoble de
abordaje apenas avanzase un pie sobre el primer peldaño de su escalera.
Moría don Príamo, o más bien, reventaba con los diabólicos brebajes,
dejando como resumen de sus despreocupaciones un testamento cuya copia
había leído Jaime. El guerrero de la Iglesia legaba el cuerpo de sus
bienes, así como sus armas y trofeos, a los hijos de su hermano mayor,
lo mismo que habían hecho siempre todos los segundones de la casa. Pero
a continuación figuraba una extensa lista de mandas, todas para hijos
suyos que declaraba habidos con esclavas musulmanas o amigas judías,
armenias y griegas que debían vegetar a aquellas horas, decrépitas y
arrugadas, en algún puerto de Levante. Era una descendencia de patriarca
bíblico, pero toda irregular y mestiza, producto del cruzamiento de
sangres enemigas, de razas antagónicas. ¡Famoso comendador! Parecía que
al quebrantar sus votos hubiese buscado aminorar esta falta escogiendo
siempre mujeres infieles. A su pecado de impureza unía lo vergonzoso del
comercio con hembras enemigas del verdadero Dios.
Admirábalo Jaime como a un precursor que le salvaba de sus dudas. ¿Qué
tenía de extraño que él se uniese a una _chueta_, igual a las otras
mujeres en costumbres, creencias y educación, si el más famoso de los
Febrer, en una época de intolerancia, había vivido, fuera de toda ley,
con hembras infieles?... Pero los prejuicios de familia despertaban en
Jaime como un remordimiento, haciéndole recordar una cláusula del
testamento del comendador. Dejaba bienes a los hijos de sus esclavas,
mestizos de otras razas, porque eran de su sangre y deseaba evitarles
los sufrimientos de la miseria, pero les prohibía que usasen el apellido
de su padre, el nombre de los Febrer, que se habían mantenido siempre
puros de cruzamientos vergonzosos en su casa de Mallorca.
Al recordar esto, sonreía Jaime en la obscuridad. ¿Quién podía responder
del pasado? ¿Qué misterios no se ocultaban en las raíces del tronco de
su estirpe, allá en los tiempos medioevales, cuando los Febrer y los
ricos de la sinagoga balear comerciaban juntos y cargaban sus naves en
Puerto Pi? Muchos de su familia, y hasta él mismo, así como otros de la
antigua nobleza mallorquína, tenían algo de judaico en el rostro. La
pureza de las razas era una ilusión. La vida de los pueblos residía en
el movimiento, gran engendrador de mezclas y confusiones... Pero ¡ay,
los orgullosos escrúpulos de familia! ¡La separación creada por las
costumbres!...
Él mismo, que pretendía burlarse de los prejuicios del pasado,
experimentaba un sentimiento irresistible de altivez al lado de don
Benito, que había de ser su suegro. Se consideraba superior a él; le
toleraba con una bondad lastimera; se había sublevado interiormente
cuando el rico _chueta_ habló de su pretendida amistad con don Horacio.
No era cierto; los Febrer no habían tratado nunca a aquellas gentes.
Cuando sus abuelos iban a Argel con el Emperador, los abuelos de
Catalina estaban tal vez recluidos en el barrio de la Calatrava,
fabricando objetos de plata, temblando ante la idea de que los payeses
pudieran bajar en son de guerra a Palma, encorvándose pálidos de miedo
ante el Gran Inquisidor--algún Febrer indudablemente--para granjearse su
protección.
Fuera, en el recibimiento, estaba el retrato de uno de sus ascendientes
menos remotos, un señor de rostro afeitado, labios finos y descoloridos,
peluca blanca y casaca de seda roja, que, según rezaba la cartela del
lienzo, había sido regidor perpetuo de la ciudad de Palma. El rey Carlos
III enviaba una pragmática a la isla prohibiendo que se insultase a los
antiguos judíos, «gente laboriosa y honrada», amenazando con pena de
presidio al que los llamase _chuetas_. El Concejo se alborotaba con esta
disposición absurda del monarca, sobradamente bondadoso, y el regidor
Febrer solucionaba el asunto con la autoridad de su nombre. «Archívese
la pragmática; se acata, pero no se cumple. ¿Para qué necesitan los
_chuetas_ tener dignidad como cualquiera de nosotros? Con tal que no les
toquen la bolsa o la mujer, se dan por contentos.»
Y todos reían, diciéndose que Febrer hablaba por experiencia propia,
pues era gran aficionado a visitar «la calle», encargando trabajo a los
plateros para poder hablar con las plateras.
También estaba en el recibimiento el retrato de otro de sus
ascendientes, el inquisidor don Jaime Febrer, que llevaba su mismo
nombre. En los desvanes de la casa había encontrado él, amarillas por el
tiempo, varias cartulinas de visita con el nombre del rico sacerdote:
tarjetas grabadas con emblemas, como empezaron a usarse en el siglo
XVIII.
En el centro de la tarjeta aparecía una cruz leñosa con una espada y una
rama de olivo; a ambos lados dos corazas, una con la cruz del Santo
Oficio, otra con dragones y cabezas de Medusa. Esposas, látigos,
calaveras, rosarios y cirios completaban el adorno; abajo ardía una
hoguera en torno a un poste con argolla y figuraba una caperuza como un
embudo adornada de serpientes, sapos y cabezas cornudas. Una especie de
sarcófago elevábase entre estos adornos, y en él se leía en antigua
letra española: «El Inquisidor Decano don Jaime Febrer.» El pacífico
mallorquín que al volver a su casa encontraba esta cartulina de visita
debía sentir un espeluznamiento de terror.
Además, pasaba por su memoria otro de sus ascendientes, aquel a quien
mencionaba iracundo Pablo Valls al recordar las quemas de _chuetas_ y el
librito del padre Garau. Era un Febrer elegante y galanteador, que había
entusiasmado a las damas de Palma en el famoso auto de fe, con un
vestido nuevo de paño de Florencia recamado de oro, jinete sobre un
corcel tan vistoso como su dueño y llevando el estandarte del Santo
Tribunal. El jesuita hablaba con líricos arrebatos de su gentil
apostura. A la caída de la tarde había presenciado el caballero en la
falda del castillo de Bellver cómo ardía la abultada corpulencia de
Rafael Valls y cómo reventaban sus entrañas cayendo en el brasero,
espectáculo del que le distrajo la presencia de algunas damas, haciendo
caracolear su caballo junto a las portezuelas de las carrozas. El
capitán Valls tenía razón: todo esto resultaba bárbaro. Pero los Febrer
eran los suyos; el nombre y los bienes ya perdidos a ellos los debía. ¡Y
él, último vástago de una familia orgullosa de su historia, iba a
casarse con Catalina Valls, descendiente del ajusticiado!...
Las consejas oídas en la niñez, los simples relatos con que le
entretenía _madó_ Antonia, surgían ahora en su recuerdo como ideas
olvidadas, pero que habían abierto hondo surco. Pensaba en los
_chuetas_, que, según la opinión popular, no eran lo mismo que las otras
personas; seres de miseria sórdida y contacto viscoso, que debían
ocultar terribles deformidades. ¿Quién podía afirmarle que Catalina era
igual a las otras mujeres?...
Al momento pensaba en Pablo Valls, tan alegre y generoso, superior por
sus cualidades a casi todos los amigos que él tenía en la isla. Pero
Pablo apenas había vivido en Mallorca: había viajado mucho; no era como
los de su raza, inmóviles en la misma postura durante siglos,
reproduciéndose sobre el montón de su vileza y su cobardía, sin fuerzas
ni solidaridad para levantarse e imponer respeto.
Jaime conocía en París y en Berlín ricas familias de judíos. Hasta había
solicitado que le presentasen a los altos varones de Israel; pero al
ponerse en contacto con estos hebreos verdaderos, que conservaban su
religión y su independencia de raza, no sintió la instintiva repugnancia
que le inspiraban el devoto don Benito y otros _chuetas_ de Mallorca.
¿Era el ambiente, que influía en él? ¿Era que una sumisión de siglos, el
miedo y el hábito de doblarse, habían hecho de los de Mallorca una raza
distinta?...
Febrer acabó por sumirse en la lobreguez del sueño, rodando a través de
las sinuosidades de su pensamiento, cada vez más confuso.
En la mañana siguiente, mientras se vestía, decidióse a realizar cierta
visita, con gran esfuerzo de su voluntad. Aquel casamiento era algo
audaz y peligroso que exigía larga reflexión, como le había dicho su
amigo el contrabandista.
«Antes debo jugar mi última carta...--pensó Jaime--. Voy a ver a «la
Papisa Juana» Hace muchos años que no la he visto; pero es mi tía, mi
pariente más próxima. En justicia, debía ser yo su heredero. ¡Si ella
quisiera!... Le bastaría hacer un gesto, y todos mis apuros habrían
terminado.»
Pensó en la hora mejor para visitar a la gran señora. Por la tarde tenía
su famosa tertulia de canónigos y graves señores, a los que recibía con
un aire de soberana. Estos eran los que iban a heredarla, como
mandatarios y representantes de varias corporaciones de carácter
religioso. La debía visitar inmediatamente, sorprenderla en su soledad
después de la misa y los ejercicios matinales.
Doña Juana vivía en un palacio inmediato a la catedral. Se había
mantenido soltera, abominando del mundo después de ciertos desengaños de
su juventud, de los que era responsable el padre de Jaime. Toda la
acometividad de su carácter bilioso y el entusiasmo de su fe seca y
altiva los había dedicado a la política y la religión. «Por Dios y por
el Rey», le había oído decir Febrer al visitarla siendo muchacho.
En su juventud había soñado doña Juana con las heroínas de la Vendée; se
había entusiasmado con las hazañas y penalidades de la duquesa de Berry,
queriendo, como estas hembras fuertes de la religión y el legitimismo,
montar a caballo, llevando sobre el pecho un crucifijo y junto a la
falda de amazona un